martes, 9 de noviembre de 2010

Lo imaginario Cl.Rosset

Lo imaginario.

Clément Rosset, nacido en 1939, es profesor-asistente de filosofía en la Universidad de Niza. Empezó muy temprano a publicar textos fílósófícos panfletarios —en particular una Lettre sur les chimpancés— y ha proseguido una reflexión divertida y desconcertante sobre los límites inciertos entre la realidad y la ilusión. Es autor de: Lógica de lo peor (Barral, 1976); La anti-naturaleza (Taurus); Le Réel et son double (Gallimard,1976); Le Réel, traite de 1'idiotie (Minuit,); LObjetsingulier (Minuit, 1979).


IV
Lo imaginario

La noción de imaginario ha ido tradicionalmente asociada a la idea de irrealidad, e incluso a un rechazo de lo real susceptible de conducir a la locura a cual- quiera que se abandonara imprudentemente a su dominio. Todas las definiciones de diccionario coinciden en reconocer en lo imaginario, por una parte, un producto de la imaginación, y por otra parte, un producto contrario a toda realidad; así por ejemplo esta, tomada de una edición reciente del Petit Roberf. «lo que sólo existe en la imaginación, lo que carece de realidad».

Pero, si bien el primer punto de la definición no se
presta a mucha discusión, el segundo resulta mucho
menos evidente. Que hay diferencia entre la imagina-
ción y lo real —iba a decir «diferencia de dimensión»,
llevado por un automatismo de escritura; en realidad
se trata más bien, como se verá, de una diferencia de
situación— no ofrece naturalmente ninguna duda;
pero que haya un divorcio entre los dos campos es en
cambio muy dudoso. Porque es totalmente cierto que
lo imaginario sólo existe como resultado de la imagi-
nación y no puede ser nunca, por tanto, el resultado
de una percepción directa de lo real; pero de esto no
se deriva en absoluto que lo imaginario implique una
denegación de la realidad, como sugiere Sartre al in-
sistir, en L''Imaginaire, en la función «desrealiwdora»
y «anuladora» de la imaginación.
 

Don Quijote
Las relaciones entre lo real y lo imaginario son
quizás al mismo tiempo mucho más próximas y más
sensibles, en el sentido fuerte de esta última palabra,
de lo que suele suponerse. Una fórmula célebre de G.
Bachelard, en L'Air et les Songes, puede servir como
advertencia y guía: «Un ser privado de la función de
lo irreal es tan neurótico como el ser privado de la
función de lo real.» Si la función de lo irreal, en la que
consiste lo imaginario, resulta así indisociable de la
función de lo real que caracteriza al hombre sano de
espíritu, es bien claro que aquélla no implica ni un re-
chazo de lo real ni siquiera una diferencia radical con
respecto al mismo.
Primer corolario: la denegación de lo real, en la
que consiste toda locura, no tiene nada que ver con lo
imaginario. Segundo corolario: la percepción de lo real
no solamente no se opone a la representación imagina-
ria, sino que reúne todos los requisitos para concordar
con ella, y por consiguiente debe parecérsele bastante.
Esto es por otra parte, lo que señala el mismo Bache-
lard, inmediatamente después de la frase ya citada:
«Habrá que encontrar, pues, una filiación regular de
lo real a lo imaginario.»
Para ilustrar y apoyar esta tesis de un buen enten-
dimiento fundamental entre lo real y lo imaginario, in-
vocaré el caso de un héroe universal en materia de
imaginación: Don Quijote, de Cervantes. Don Quijote
vive, al menos en gran parte, en un mundo imaginario;
Cervantes se cuida de advertirlo al lector desde el
primer capítulo de la novela: «Llénesele la fantasía de  todo aquello que leía en los libros, así de encanta-
mientos como de pendencias, batallas, desafíos, herí das, requiebros, amores, tormentas y disparates im-
posibles.» Pero (y éste es un punto importante aun-
que, que yo sepa, ha sido poco subrayado) vive al  mismo tiempo en el mundo real que sus extravagan-
cias nunca le hacen perder de vista en modo alguno.
Nada tan falso como la habitual imagen de Épinal de
un Sancho Panza con los pies en el suelo y un Don
Quijote que sueña con las estrellas.

Señalemos por otra parte que la inversa sería en
todo caso más cierta, ya que Don Quijote da muy a
menudo pruebas de una conciencia de lo real mucho
más clara y perspicaz que la de su escudero. Sancho
se pierde constantemente en razonamientos absurdos sobre la naturaleza de las cosas, un poco como Sgana-
relle en el Don Juan de Moliere; y, aunque siempre
acaba volviendo a lo real, es por casualidad, aquello
que Kant llamaría un «favor» de la naturaleza. Para
saber de la realidad Sancho necesita el azar de una
buena botella o de una buena cama; mientras que a su
maestro le basta con razonar, y razona bien. Sin em-
bargo, Don Quijote no ve claro: toma unos molinos de
viento por gigantes, un rebaño de ovejas por un ejér-
cito en formación, una asamblea de marionetas por
guerreros de carne y hueso. Pero lo notable es que
esta visión confusa no lleva consigo un pensamiento
confuso. Porque Don Quijote, una vez en contacto di-
recto con el molino, la oveja o la marioneta, reconoce
en seguida y de buen grado su error; error que atri-
buye, ya se sabe, a la responsabilidad del mago Fres-
ton, que le persigue con envidia y odio y no encuentra
medio mejor para contrariarle que hacer aparecer y
desaparecer ante sus ojos, por obra de su malicia, to-
dos los objetos por los que siente atracción.
 Esta intervención del mago, invocada por Don Quijote cada vez que se le pide que explique sus vi- siones, tiene enorme importancia constituye incluso,    en mi opinión, el resorte secreto de la novela, su idea generatriz: al mostrar que Don Quijote ve en cual-         quier circunstancia lo visionario como visionario y lo
real como real, libra al ingenioso hidalgo de toda sos-
pecha de locura verdadera, por más que pueda decir o hacer insensateces. En otras palabras, Don Quijote
vive lo real como real y lo imaginario como imagina-
rio. Es decir, que no padece ninguna locura; a no ser
la que consiste en imaginar, demasiado común para ser inquietante.
Por otra parte, un estudio atento del texto mostra-
ría que Don Quijote sabe distinguir perfectamente lo
real de lo imaginario, que nunca cree en sus pretendi-
das locuras, las cuales no son más que extravagancias
en las que se mezclan confusamente mucha compla-
cencia, pero también, probablemente, cierta provoca-
ción. Por otra parte el mismo Cervantes señala el he-
cho y de la manera más clara, al final del capítulo
XLI de la segunda parte de su novela. Sancho Panza,
que ha tomado ejemplo de sus amo, divierte a la con-
currencia vanagloriándose de un viaje por los espacios
siderales que habría efectuado montado en un caballo
fabuloso, Clavileño, amablemente puesto a su disposi-
ción por sus burlones protectores. Don Quijote le
llama aparte y le dice al oído: «Sancho, pues vos que-
réis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo
quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de
Montesinos. Y no os digo más.»

Ningún divorcio pues entre lo real tal como lo vive
cotidianamente Don Quijote y lo imaginario tal como
se le representa de vez en cuando y que no es más que
lo real común afectado por un pequeño coeficiente de
irrealidad. Es un coeficiente de irrealidad sin inciden-
cia grave, ya que se muestra como tal y desaparece ante la primera incitación procedente de lo real, como
sucede en tantos episodios de Don Quijote.

Del mismo paño
Lo mismo ocurre con estos números que los ma-
temáticos llaman imaginarios, cuya fórmula asocia
cualidades reales (a,b) a una cantidad imaginaria;' de-
finida por la expresión, algebraicamente paradójica, una mezcla aparentemente monstruosa entre
racional e irracional, de la que resultan sin embargo
manipulaciones extraordinariamente sabias y sobre
todo perfectamente sensatas. Estos números no cons- tituyen en efecto una ofensa para la razón ni para nin-
gún tipo de realidad, ya que se admite la hipótesis de
que no es inconcebible añadir a cantidades reales una
cantidad imaginaria;'.
Poco importa que esta hipótesis choque con el ál-
gebra o con el sentido común; le basta con ser precisa
para ser operativa. Es fácil advertir que el tipo parti-
cular de «realidad» de los números imaginarios es el
mismo de cualquier objeto imaginario, que basta con
llegar a un simple acuerdo sobre una definición de
base, por increíble que ésta pueda ser.
Hay, por tanto, buenas razones para estimar que la
estructura de lo imaginario no difiere fundamental-
mente de la de lo real y que, para usar una expresión
de Shakespeare, la percepción de lo real y la repre-
sentación imaginaria están cortadas del mismo paño.
Lo imaginario no es algo distinto de lo real; es lo real
ligeramente desplazado en relación con su espacio y
su tiempo propios, situado en lo que Octave Mannoni,
en sus Clefs pour 1'imaginaire, llama «otra escena».
Se trata siempre de la misma realidad, pero se pro-
duce en un escenario no habitual que representa una
especie de espacio protegido: no hay que entender por
tal un lugar de escapatoria de lo real, sino al contrario
un lugar en donde lo real está como preservado al
abngo de lo que hay de constitucionalmente frágil en
la realidad misma. Es un dominio privilegiado, en re-
serva de lo real, como por ejemplo el del arte o el de la
imaginación infantil.
Así Manuel de Falla cuando era niño, según cuenta
RoIand-Manuel en su estudio sobre el gran músico es-
pañol, vivió durante seis años una doble vida, una con
su familia y su enlomo, y otra en una habitación
apartada de su casa que constituía una especie de uni-
verso paralelo, un mundo privado donde no entraba
nadie y que él bautizó con el nombre de «Colombo»-
«De vuelta a Cádiz, con la ternura que conserva hacia
su ciudad natal, la ciudad de las noches hermosas, se
encierra con sus sueños en una pieza retirada que
llama el «Edén», allí construye una ciudad de Utopía
que recompone todos los encantos de la ciudad perdi-
da.( Sevilla, donde el joven Falla había residido y donde hu
biera querido quedarse). Es «Colombo», que puebla y gobierna con la
imaginación, mientras en realidad la defiende de la
curiosidad del mundo exterior. Durante seis años sin
que su familia ni sus compañeros lleguen a enterarse
aquel niño meditabundo y taciturno cumple seria-
mente los deberes de las diversas cargas que le im-
pone el gobierno de su metrópoli. El consejo munici-
pal, los redactores de diarios, los académicos y los administradores de sociedades penetran en el Edén
por la puerta del armario empotrado.»
Seis años de cohabitación pacífica entre lo real y lo
imaginario, que atestiguan a su manera la perfecta
compatibilidad de los dos campos y su respeto recí proco. Y, digámoslo como anécdota, seis años que
hubieran durado más sin la intervención, tardía pero
fulminante, de los padres del futuro músico que, al
descubrir inesperadamente la existencia de «Co-
lombo», llevaron a su hijo al médico y quemaron in-
mediatamente los archivos de la ciudad secreta: un
gesto del que hay que señalar que es exactamente
idéntico al del cura y el barbero del pueblo que pre-
tenden curar a Don Quijote, al principio de sus aven-
turas, metiéndole en la cama y quemando sus libros.

La ilusión
Así pues, parece erróneo oponer lo real a lo imagi-
nario. Lo imaginario se amolda perfectamente a lo real
y, como se ha visto, sabe rendirle justicia en todo
momento. Lo que se opone a lo real no es en absoluto
lo imaginario, sino lo ilusorio; y el dominio de lo iluso-
rio no tiene nada en común con el de lo imaginario. La
ilusión se caracteriza esencialmente por la impreci-
sión: es decir, por una incapacidad total de definir
exactamente cualquier objeto de deseo, unida a la de-
negación de todo objeto preciso que pudiera propo-
nérsele. Lo atestigua Mme. Bovary, cuyos sueños no
consisten solamente en la constitución de un mundo
imaginario, sino en el constante repudio de toda reali-
dad tangible. Los sueños que le perturban el espíritu
aluden menos a una realidad imaginada que a la imagi-
nación, si puede decirse así, de una realidad cual-
quiera; deseo paradójico que resume lo esencial de la
ilusión y tal vez del romanticismo.
Tal imaginación ilusoria es evidente y necesaria-
mente imprecisa, y sólo puede ejercerse en la vague-
dad. Pero sucede exactamente lo contrario que con lo
imaginario propiamente dicho. Porque no hay nada tan
preciso, si se reflexiona bien, como el canipo de lo  imaginario. Valery Larbaud, por ejemplo en sus Enfantines, muestra perfectamente hasta qué punto lo    imaginario infantil está indisolublemente ligado a la
exactitud, al orden del registro, del trazado topográ-
fico. El deseo, frecuente en el niño, de querer que le
repitan un cuento favorito en los mismos términos, sin
la menor variación, es una expresión bien conocida de
esa necesidad de precisión propia de lo imaginario in-
fantil, como de todo imaginario.
Se sabe que Don Quijote manifiesta el mismo afán
de exactitud; detalla siempre lo que ha observado en
sus arrebatos, describe minuciosamente los lugares
da cifras, cita nombres: Pentapolino, Alifanfarón Ti-'
monel de Carcajona. Nada se abandonaba tampoco al
azar en el mundo de «Colombo», en el que reinaba el
joven Manuel de Falla; todo tenía su lugar y tpdo es-
taba ordenado, hasta la cuota fiscal exigible a cada
una de las figuras que componían su teatro, según
Roland-Manuel: «Un día de carnaval, buscaban a
Manolo por todas partes para enseñarle las máscaras
que pasaban por la calle. Pero fue imposible encon-
trarle, ocupado como estaba en fijar las cuotas de la
contribución personal de sus administrados.»
Lo que sucede en lo imaginario obedece a leyes tan
estrictas, porqué se trata en el fondo de las mismas
leyes, como lo que sucede en lo real: no se confundirá
nunca una persona con otra, un lugar con otro un
momento con otro. Así como lo ilusorio es vago lo
imaginario es preciso. El lema de lo imaginario podría
ser esta notable fórmula de Samuel Butler: « I do not
mind lying, but I hate inaccuracy»: No me importa
mentir, pero odio la imprecisión.                                     _____________

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